En los años 90, una película estadounidense hizo famoso el Día de la Marmota, que se celebra todos los 2 de febrero en Estados Unidos y Canadá. Según la tradición, si este animalito sale de su madriguera y ve su sombra significa que el invierno se prolongará por seis semanas más. De lo contrario, es que pronto llegará la primavera.
En la película, el protagonista es un arrogante y vanidoso presentador de la sección del tiempo en un canal de televisión de Pittsburg, el cual debe viajar a regañadientes a un pequeño pueblo de Pensilvania a cubrir esta tradición, que él considera estúpida.
Es un tipo amargado, que no está satisfecho con su vida y su trabajo, al que no le importan los demás y solo piensa en su beneficio personal. Quiere regresar a la ciudad cuanto antes, pero debe quedarse una noche más debido a una tormenta.
Al día siguiente, despierta y se percata de que es nuevamente el Día de la Marmota. Todo transcurre igual, como si no hubiera pasado el tiempo. Y así, un día tras otro, sigue despertándose siempre el Día de la Marmota sin poder salir de ese callejón sin salida en el que quedó atrapado.
Al principio se queda perplejo y no sabe qué hacer, luego trata de aprovechar para su beneficio la ventaja de conocer por anticipado lo que va a suceder, pero tampoco le sale bien; llega a desesperarse a tal grado que hace todo mal porque no le importa y hasta se suicida mil veces, pero igual sigue despertándose en el famoso Día de la Marmota.
Luego comienza poco a poco a interesarse por los demás, se vuelve empático y generoso, desarrolla nuevas habilidades y destrezas, le encuentra sentido a su trabajo y le inyecta inspiración; incluso encuentra el amor cuando él mismo está en capacidad de ofrecerlo. Solo así logra finalmente romper la espiral de tiempo y despertar al día siguiente al de la marmota como una persona completamente distinta, una mejor.
Resultó que el COVID-19 se nos vino para la humanidad como un Día de la Marmota que se repite una y otra vez. No es fácil despertarse todos los días para darse cuenta de que estamos en la misma pesadilla de contagios, el enemigo invisible siempre al acecho y el mundo buscando urgentemente tratamientos y soluciones económicas a todo nivel, sin saber cuándo será el día en el que despertemos y la emergencia finalmente haya pasado.
El virus vino a poner el dedo en la llaga de lo que más nos duele sin miramientos de ningún tipo: estatus social, sexo, profesión, religión, nacionalidad… la pregunta es qué vamos a hacer con esa llaga que nos duele tanto, pero de forma distinta a cada persona, país y región.
En estos momentos es cuando también se ve lo mejor y lo peor de la humanidad, lo cual no depende realmente de la situación en la que a cada quien nos sorprendió este virus, sino cómo decidamos afrontarla y lo principal: cómo seremos después.
Al igual que en el Día de la Marmota, hay quienes se desesperan y se echan a morir, ponen en peligro a los demás por sus actitudes irresponsables y suicidas o asumen una actitud arrogante como si la cosa no fuera con ellos y estuvieran más allá del bien y del mal.
Pero también hay quienes ven en todo esto una oportunidad de cambio.
¿Ya pensó en cuáles van a ser sus prioridades, sus sueños, lo que va a cambiar o reforzar?
Hay dos cosas que no debemos dejar que el virus se lleve: la ilusión y la fe.
En diciembre pasado, cuando no teníamos ni idea de lo que iba a ocurrir, yo trabajaba sin parar en la cumbre climática, la COP25, en Madrid. Estaba cansada no solo del año, sino también de que las negociaciones climáticas no avanzaran lo suficiente. Había perdido prácticamente la motivación y la fe en un cambio.
Resultó que el mismo sitio de la cumbre fue convertido poco tiempo después en un hospital para atender enfermos críticos del nuevo coronavirus. Y los mismos pasillos en los que yo corría de un lado a otro para atender conferencias y reuniones, se convirtieron en el escenario de la lucha por la vida y en una entrega de servicio.
Eso me dio una perspectiva distinta. Mi trabajo cobró más sentido que nunca para luchar por un planeta más saludable, con más justicia social y más solidaridad desde donde esté.
Al ser una profesional independiente, terminé engrosando las filas de los tantos afectados en sus ingresos en menor o mayor medida pero, luego de tomar decisiones y no preocuparme más por lo que no está en mis manos, me percaté de que era también el momento de escribir más, de meditar, de leer lo que había dejado pospuesto, de ayudar a quienes están en una peor situación, de cuidar a la familia y hasta de enfrentar a mis demonios internos.
Igual me he dado cuenta de que hacía cosas que no estaban tan mal: el salirme de la zona de confort y cerrar ciclos para crecer; no creerme la falsa seguridad que da la monotonía, el éxito, la fama, la posición o el dinero; ser consecuente conmigo misma y hacerle caso al corazón; ampliar mi mente y mis horizontes; y vivir todo intensamente (incluso la tristeza).
Y no menos importante: darme la licencia de equivocarme y aprender de los errores, no quedarme sin decir te quiero cuando lo sienta, ser prudente pero también dejarme ir, trabajar en lo que me rete y pueda aportar y “chinear” y disfrutar mucho a los amigos.
Hay días que no son fáciles. Se aguantan por los más vulnerables y porque hay ilusión de sueños por cumplir.
Como le sucederá a cada quien con lo que echa de menos, yo extraño sumergirme en el mar y adentrarme en las profundidades de un bosque, las tertulias interminables con vino, los besos y los abrazos, los viajes compartidos o conmigo misma, el regresar a los sitios donde he sido feliz y hay gente querida. Todo eso volverá en su momento. Pero el reto será haber logrado ser mejores cuando el Día de la Marmota finalmente se acabe.
Artículo publicado originalmente en la sección Tinta Fresca de la Revista Dominical del diario La Nación de Costa Rica el 26 de abril de 2020. Ver artículo original aquí.