Hay momentos en la vida que no hay que pensarlo mucho para un cambio y a la pandemia hay que agradecerle habernos sacado de la normalidad: esa que posponía sueños, que daba miedo dejar y se constituía en lo único conocido.
Entonces llegó el día en que no pude más y decidí irme a vivir a la playa. Tampoco se necesita mucho, hasta la ropa que hay que llevarse es ligera. Y de un día para otro en vez de despertar con las montañas del Valle Central, empecé a hacerlo con el majestuoso mar del Pacífico Norte.
Siempre que observaba una puesta de sol, en especial esas de fuego de la época seca incendiando el horizonte montañoso, imaginaba lo espectacular que sería en ese momento ver esa esfera grande y roja cayendo solemnemente en el mar.
Y allí estaba ahora, en primera fila para verlo como residente de playa Tamarindo. Aprendí que el mar es distinto siempre, al igual que cada atardecer es único; que a veces amanece de un azul profundo, con tonos turquesa, gris brillante o azulado, color chocolate o se pone de un amarillo intenso cuando despide al sol.
Empecé a estar atenta a las mareas, que en San José no sirven para nada, pero acá definen mucha de la vida, también a los fenómenos celestes, porque el cielo es más limpio y da la sensación de ser más infinito.
Me di cuenta de que cualquier estrés o desánimo se vuelven ridículos en el instante en que se baja a la playa porque sencillamente no pueden convivir en ese ambiente donde cualquier cosa es opacada frente a semejante escenario.
Y da la impresión de que acá cualquier ser vivo es más feliz: se les nota a los perros cuando juegan en el mar, a los congos haciendo escándalo entre los árboles costeros, a los surfeadores buscando la mejor ola y a las aves costeras cruzando el cielo en perfecta formación.
Ver el atardecer en el mar resulta todo un ritual, como si fuera un espectáculo al que todas y todos están invitados. La relación con quienes han venido a visitarme termina siendo más estrecha, como si el mar tuviera el poder de sacar lo mejor y más profundo de quienes en la ciudad pasan generalmente sumergidos en su vida cotidiana.
Acá también se trabaja, pero es distinto. Es el sonido del mar que lo cambia todo. La fauna silvestre es parte del entorno y ha habido que acostumbrarse a insectos gigantes que caen de improviso, como las langostas verdes de alas anchas y patitas puntiagudas, que nada tienen que ver con las de mar; o esas vecinas de bosques aledaños que estiran su cuerpo anillado en media carretera.
Señales de cruce de fauna dan a entender que no solo la gente tiene prioridad de paso y alguno que otro letrero mostrando la ruta de evacuación en caso de tsunami recuerda lo imponente que es esa masa azul que se encuentra alrededor y que, además, resulta ser parque nacional.
Acostumbrarse al calor también ha sido un tema y se me hace imposible imaginar cómo en el Valle Central la gente se queja de temporadas de frío mientras acá la ventilación resulta tan vital como el agua.
Ver este paraíso natural con ojos de local también significa defenderlo, exigir que se le dé el valor y respeto que merece, que la gente local se beneficie de su conservación y que lo que se diga de este lugar vaya más allá de los sucesos y los conflictos para que realmente se conozca lo que vale. Sucede no solo acá, sino con todas las comunidades y paraísos de todo tipo fuera de San José.
Si este ha sido un viaje sin retorno a la ciudad, no lo sé. Pero definitivamente ha sido un viaje sin retorno a lo que yo antes era.
Artículo publicado originalmente en la sección Tinta Fresca de la Revista Dominical de La Nación, Costa Rica, el domingo 31 de enero de 2021.